LA CANCIÓN DEL PIRATA .-Fernando Quiñones
(…)Me saco de ayuno un portugués, freidor en La Corredera de otras cosas de masa y de buñuelos, que los hacia muy buenos y que, como no me veía siempre mas que mirarlos, tuvo en gracia aquel día convidarme a tres, hasta con su miel y aun con un buche de aguardiente para empujarlos. Me los dio diciendo:
-Quien muito mira, poco tene. Come, come.
Medio callado ya el perro del hambre, tire a despejar piernas y cabeza adonde los pasos me llevaran. No eche Plaza abajo pues por el largo de la marina no había quien pusiera pie, lleno como estaba de moriscos a embarque, con unas pocas familias de judíos. Aquella mañana, si no es que había allí dos millares de esas gentes, es que había tres, sentados entre sus enseres, con un tercio de soldados a celarlos y, como siempre, con mucho lagrimeo, lamento y cara larga unos y otros, porque de todos los lugares seguían trayéndolos sacados de sus casas y oficios, y echándolos fuera de España yo que se por qué.
Fui por donde la canal seca, de la calle de la Pelota a Puerto Chico, y salí a la Banda del Vendaval entre los destrozos de los murallones antiguos. Despacito y mirándomelo todo, me deje atrás el molino de viento que da a la mar sin murallas delante de los Capuchinos y bordee viñas y retamares hasta la ermita, que esa parte de La Caleta siempre me cayo a gusto desde que, siendo yo una menudencia, me llevo mi madre una tarde.
La ermita estaba abierta y el Cristo de los Panaderos medio fuera de ella, con las piernas al sol y tumbado por tierra en su cruz cuan largo es, porque la claridad llega corta adentro y había venido un señor forastero a repararle los desconchones, según me dijeron unas cuantas vecinas que estaban mirando ese trabajo.
Por el arrecife no había más que unos militares, yendo y viniendo del Castillo nuevo en la punta de San Sebastián, y una cuerda de galeotes que paso rechinando sus hierros.
(…)
Sin ser leído ni escribido, ya me habían llamado la atención otras veces, por esa Caleta, tantas ruinas y señales que de los antiguos hay allí. Propia mierda somos, bachiller, hijo, y bien que enseñan esas piedras donde acaban las trabajeras de la gente. Los paredones rotos, esos grandes que se salen del corral de pesca, ya por la boca de la cala, metidos en los maretazos y con unos graderíos al agua cualquiera sabe para que fiestas o jaleos o que peleas y matanzas, los mármoles caídos y otros en pura grieta y tenguerengue, los cachos en estatuas de hombre y de mujer entre las peñas y el oleaje, desnarigada y sin los brazos esta; la cabeza solo de otro; a falta de una teta y de una pierna aquella. Y el sol y mar y sus pájaros alegrándolo todo como si allí no hubiera pasado nada.
(…)
Imagen: Castillo San Sebastián y paseo Fernando Quiñones.
-Quien muito mira, poco tene. Come, come.
Medio callado ya el perro del hambre, tire a despejar piernas y cabeza adonde los pasos me llevaran. No eche Plaza abajo pues por el largo de la marina no había quien pusiera pie, lleno como estaba de moriscos a embarque, con unas pocas familias de judíos. Aquella mañana, si no es que había allí dos millares de esas gentes, es que había tres, sentados entre sus enseres, con un tercio de soldados a celarlos y, como siempre, con mucho lagrimeo, lamento y cara larga unos y otros, porque de todos los lugares seguían trayéndolos sacados de sus casas y oficios, y echándolos fuera de España yo que se por qué.
Fui por donde la canal seca, de la calle de la Pelota a Puerto Chico, y salí a la Banda del Vendaval entre los destrozos de los murallones antiguos. Despacito y mirándomelo todo, me deje atrás el molino de viento que da a la mar sin murallas delante de los Capuchinos y bordee viñas y retamares hasta la ermita, que esa parte de La Caleta siempre me cayo a gusto desde que, siendo yo una menudencia, me llevo mi madre una tarde.
La ermita estaba abierta y el Cristo de los Panaderos medio fuera de ella, con las piernas al sol y tumbado por tierra en su cruz cuan largo es, porque la claridad llega corta adentro y había venido un señor forastero a repararle los desconchones, según me dijeron unas cuantas vecinas que estaban mirando ese trabajo.
Por el arrecife no había más que unos militares, yendo y viniendo del Castillo nuevo en la punta de San Sebastián, y una cuerda de galeotes que paso rechinando sus hierros.
(…)
Sin ser leído ni escribido, ya me habían llamado la atención otras veces, por esa Caleta, tantas ruinas y señales que de los antiguos hay allí. Propia mierda somos, bachiller, hijo, y bien que enseñan esas piedras donde acaban las trabajeras de la gente. Los paredones rotos, esos grandes que se salen del corral de pesca, ya por la boca de la cala, metidos en los maretazos y con unos graderíos al agua cualquiera sabe para que fiestas o jaleos o que peleas y matanzas, los mármoles caídos y otros en pura grieta y tenguerengue, los cachos en estatuas de hombre y de mujer entre las peñas y el oleaje, desnarigada y sin los brazos esta; la cabeza solo de otro; a falta de una teta y de una pierna aquella. Y el sol y mar y sus pájaros alegrándolo todo como si allí no hubiera pasado nada.
(…)
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