LA MUJER HABITADA. Gioconda Belli
"Nos negamos a parir.
Después de meses de recios combates, uno tras otro morían los guerreros. Vimos nuestras aldeas arrasadas, nuestras tierras entregadas a nuevos dueños, nuestra gente obligada a trabajar como esclava para los encomenderos. Vimos a los jóvenes púberes separados de sus madres, enviados a trabajos forzados, o a los barcos desde nunca regresaban. A los guerreros capturados se les sometía a los más crueles suplicios: los despedazaban los perros o morían descuartizados por los caballos.
Desertaban hombres de nuestros campamentos. Sigilosos desaparecían en la oscuridad, resignados para siempre a la suerte de los esclavos.
Los españoles quemaron nuestros templos; hicieron hogueras gigantescas donde ardieron los códices sagrados de nuestra historia; una red de agujeros era nuestra herencia.
Tuvimos que retirarnos a las tierras profundas, altas y selváticas del norte, a las cuevas en las faldas de los volcanes. Allí recorríamos las comarcas buscando hombres que quisieran luchar, preparábamos lanzas, fabricamos arcos y flechas, recuperábamos fuerzas para lanzarnos de nuevo al combate.
Yo recibí noticias de las mujeres de Taguzgalpa. Habían decidido no acostarse más con sus hombres. No querían parirle esclavos a los españoles.
Aquella noche era de luna llena; noche de concebir. Lo sentí en el ardor de mi vientre, en la suavidad de mi piel, en el deseo profundo de Yarince.
Regreso de la caza con una iguana grande, color de hojas secas. El fuego estaba encendido y la cueva iluminada de rojos resplandores. Se acerco después de comer. Acaricio el costado de mi cadera. Ví sus ojos encendidos en los que se reflejaban las llamas de la hoguera.
Quite su mano de mi costado y me resbale más lejos, hacia el fondo de la cueva. Yarince vino hacia mí creyendo que se trataba de un juego para excitar más su deseo. Me beso sabiendo como sus besos eran pulque jugoso en mis labios; me emborrachaban.
Lo bese. En mi surgían imágenes, agua de los estanques, tiernas escenas sueños de mas de una noche: un niño guerrero, rebelde inclaudicable, que nos prolongara, que se pareciera a los dos, que fuera un injerto de los dos cargando las mas dulces miradas de ambos.
Me aparte antes de que sus labios me vencieran.
Dije: No, Yarince, no. Y luego dije NO de nuevo y dije lo de las mujeres de Taguzgalpa, de mi tribu no queríamos hijos para las encomiendas, hijos para las construcciones, para los barcos; hijos para morir despedazados por los perros si eran valientes y guerreros.
Me miro con ojos enloquecidos. Retrocedió. Me miro y fue saliendo de la cueva, mirándome cual si hubiese visto una aparición terrible. Luego corrió hacia fuera y hubo silencio. Solo se escuchaba el crepitar de las ramas en la hoguera, muriéndose encendidas.
Mas tarde escuche los aullidos de mi hombre.
Y mas tarde aun regreso arañado de espinas.
Esa noche lloramos abrazados, conteniendo el deseo de nuestros cuerpos, envueltos en un pesado robozo de tristeza.
Nos negamos la vida, la prolongación, la germinación de las semillas.
¡Como me duele la tierra de las raíces solo de recordarlo! No sé si llueve o lloro."
Palabras de Itzá, naranjo del jardin de Lavinia.
"Nos negamos a parir.
Después de meses de recios combates, uno tras otro morían los guerreros. Vimos nuestras aldeas arrasadas, nuestras tierras entregadas a nuevos dueños, nuestra gente obligada a trabajar como esclava para los encomenderos. Vimos a los jóvenes púberes separados de sus madres, enviados a trabajos forzados, o a los barcos desde nunca regresaban. A los guerreros capturados se les sometía a los más crueles suplicios: los despedazaban los perros o morían descuartizados por los caballos.
Desertaban hombres de nuestros campamentos. Sigilosos desaparecían en la oscuridad, resignados para siempre a la suerte de los esclavos.
Los españoles quemaron nuestros templos; hicieron hogueras gigantescas donde ardieron los códices sagrados de nuestra historia; una red de agujeros era nuestra herencia.
Tuvimos que retirarnos a las tierras profundas, altas y selváticas del norte, a las cuevas en las faldas de los volcanes. Allí recorríamos las comarcas buscando hombres que quisieran luchar, preparábamos lanzas, fabricamos arcos y flechas, recuperábamos fuerzas para lanzarnos de nuevo al combate.
Yo recibí noticias de las mujeres de Taguzgalpa. Habían decidido no acostarse más con sus hombres. No querían parirle esclavos a los españoles.
Aquella noche era de luna llena; noche de concebir. Lo sentí en el ardor de mi vientre, en la suavidad de mi piel, en el deseo profundo de Yarince.
Regreso de la caza con una iguana grande, color de hojas secas. El fuego estaba encendido y la cueva iluminada de rojos resplandores. Se acerco después de comer. Acaricio el costado de mi cadera. Ví sus ojos encendidos en los que se reflejaban las llamas de la hoguera.
Quite su mano de mi costado y me resbale más lejos, hacia el fondo de la cueva. Yarince vino hacia mí creyendo que se trataba de un juego para excitar más su deseo. Me beso sabiendo como sus besos eran pulque jugoso en mis labios; me emborrachaban.
Lo bese. En mi surgían imágenes, agua de los estanques, tiernas escenas sueños de mas de una noche: un niño guerrero, rebelde inclaudicable, que nos prolongara, que se pareciera a los dos, que fuera un injerto de los dos cargando las mas dulces miradas de ambos.
Me aparte antes de que sus labios me vencieran.
Dije: No, Yarince, no. Y luego dije NO de nuevo y dije lo de las mujeres de Taguzgalpa, de mi tribu no queríamos hijos para las encomiendas, hijos para las construcciones, para los barcos; hijos para morir despedazados por los perros si eran valientes y guerreros.
Me miro con ojos enloquecidos. Retrocedió. Me miro y fue saliendo de la cueva, mirándome cual si hubiese visto una aparición terrible. Luego corrió hacia fuera y hubo silencio. Solo se escuchaba el crepitar de las ramas en la hoguera, muriéndose encendidas.
Mas tarde escuche los aullidos de mi hombre.
Y mas tarde aun regreso arañado de espinas.
Esa noche lloramos abrazados, conteniendo el deseo de nuestros cuerpos, envueltos en un pesado robozo de tristeza.
Nos negamos la vida, la prolongación, la germinación de las semillas.
¡Como me duele la tierra de las raíces solo de recordarlo! No sé si llueve o lloro."
Palabras de Itzá, naranjo del jardin de Lavinia.
Imagen: Amantes. Nicoletta