EL PERGAMINO DE LA SEDUCCION (Fragmento).- Gioconda Belli
(…)Reconciliarme con mi cuerpo una vez que me quedaba sola en al cama fue un desafío. La sensibilidad de mi piel era tal que me preguntaba si la pérdida de la virginidad era para la biología femenina la señal para que se activaran terminaciones nerviosas dormidas hasta entonces. El roce de las sabanas bastaba para provocarme la memoria y desatarme un deseo persistente que no cedía a mis intentos de pensar en otra cosa. Me revolvía insomne hasta que aceptaba rendirme a mis instintos. Entonces me sacaba la camisa de dormir, las bragas, y dejaba que la desnudez, el contacto de mi piel con el aire de la noche avivara mi imaginación como el oxígeno anima la llama. El calor me subía a las mejillas y en el oscuro espacio de mis ojos cerrados surgían otros entornos y circunstancias. Mis manos, entonces, jugaban el papel de amantes fogosos. Vueltas ellos acariciaban mis pechos, mi estomago, mi sexo. Sin titubeos, dueños de información precisa de las coordenadas de mi placer, me hurgaban las fuentes, encontraban el agua abundante y calida. Lenta, muy lentamente, como quien carameliza una fruta, la untaban sobre el pequeño pistilo de mi sexo hostigándolo, sacándolo de su encierro, convirtiéndolo en el tenso detonador diminuto de tormentas de polen. Poseídos de mi urgencia y mis gemidos, los amantes dedos se tornaban entonces en colibríes aleteando vertiginosamente sobre la flor de pétalos carnosos que desde mi centro se extendía hasta llenarme de aromas el cerebro. Al fin, la flor enorme, ululando y deshaciéndose en pulsaciones y contracciones, soltaba sus etéreas nubes amarillas, mientras el manojo de pétalos mojados que era yo, flotando sobre la delgada cama de hierro, retornaban despacio a su existencia de muchacha.
Ciertas noches volvía a repetir el rito una y otra vez. Me retaba a indagar los limites de mi sed o mi resistencia; a saber si aquello no podría ser acaso una manera feliz de suicidarse. Pero no era tanta mi fortaleza ni mi deseo de morir y a la postre me quedaba dormida. (…)
(…)Reconciliarme con mi cuerpo una vez que me quedaba sola en al cama fue un desafío. La sensibilidad de mi piel era tal que me preguntaba si la pérdida de la virginidad era para la biología femenina la señal para que se activaran terminaciones nerviosas dormidas hasta entonces. El roce de las sabanas bastaba para provocarme la memoria y desatarme un deseo persistente que no cedía a mis intentos de pensar en otra cosa. Me revolvía insomne hasta que aceptaba rendirme a mis instintos. Entonces me sacaba la camisa de dormir, las bragas, y dejaba que la desnudez, el contacto de mi piel con el aire de la noche avivara mi imaginación como el oxígeno anima la llama. El calor me subía a las mejillas y en el oscuro espacio de mis ojos cerrados surgían otros entornos y circunstancias. Mis manos, entonces, jugaban el papel de amantes fogosos. Vueltas ellos acariciaban mis pechos, mi estomago, mi sexo. Sin titubeos, dueños de información precisa de las coordenadas de mi placer, me hurgaban las fuentes, encontraban el agua abundante y calida. Lenta, muy lentamente, como quien carameliza una fruta, la untaban sobre el pequeño pistilo de mi sexo hostigándolo, sacándolo de su encierro, convirtiéndolo en el tenso detonador diminuto de tormentas de polen. Poseídos de mi urgencia y mis gemidos, los amantes dedos se tornaban entonces en colibríes aleteando vertiginosamente sobre la flor de pétalos carnosos que desde mi centro se extendía hasta llenarme de aromas el cerebro. Al fin, la flor enorme, ululando y deshaciéndose en pulsaciones y contracciones, soltaba sus etéreas nubes amarillas, mientras el manojo de pétalos mojados que era yo, flotando sobre la delgada cama de hierro, retornaban despacio a su existencia de muchacha.
Ciertas noches volvía a repetir el rito una y otra vez. Me retaba a indagar los limites de mi sed o mi resistencia; a saber si aquello no podría ser acaso una manera feliz de suicidarse. Pero no era tanta mi fortaleza ni mi deseo de morir y a la postre me quedaba dormida. (…)